Y entonces, me bebí mis lágrimas, amargas y espesas.
Y limpiaron mi cuerpo de lo que me enfermaba, de lo que dolía.
Y llegó esa ligereza que se siente cuando sueltas las costales.
Y el dolor se fue, y regresó la paz.
Ahora camino con el estuche vacío, para volverlo a llenar con amor en el camino. Sin garantías de no levantar la maleza durante el recorrido. Maleza que se pega en lo profundo, cuyas raíces lastiman al andar y que ciegan ante ante la negación de escuchar lo que me dicta el espíritu.
Pero ahora entiendo que debo estar atenta a esa voz: la de mi alma cuando se lastima, la de mi alma pidiendo sanar, la de la purga necesaria para vaciar de nuevo este saco de piel que la contiene.
Y entonces con amor y con cuidado, pondré a remojar de nuevo la carnita fresca de mi madre milagrosa.
Y pondré a calentar su agüita purificadora de sanación.
Y volveré a beberla con entrega y devoción, con confianza de que con su corriente de río bravo, llegará también de nuevo la paz y que recogerá la maleza recogida, dejando lista mi alma para continuar este bello viaje terrenal.
Ahó.
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