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De esas veces que recuerdo la asexualidad del amor.
Ese amor que se respira y no se ve, que se acaricia y no se mira, que se come con la lengua y sin cubiertos: que se come con las manos, con los dedos, con los pies.
Una vez soñé con una galería, una de esas que guarda cosas viejas: una Venus de tamaño natural en mármol blanco que olía a violeta.
La noche resaltaba el júbilo de su espíritu, pues mientras todos dormían ella quería correr. Corríamos pues llovía y fue sin duda, la noche más húmeda que he podido soñar.
Nos mojamos tanto, que el agua escurría por mis piernas temblorosas de tanto correr. Un frío cosquilleante me recorría desde la punta de mis pies, subía como calambres por mis piernas y torcía mi pelvis contrayendo cada uno de mis músculos. Era un frío camaleónico que de pronto ya no era frío sino calor, un calor que derretía el hielo estalagmático de mi interior, que escurría como miel por mi entrepierna.
Un calor que metamórficamente se volcaba en ardor ácido en mi estómago conforme subía por mi cuerpo y que carcomía mi estómago y todos sus tejidos, que retorcía mis tripas hechas nudos de inquietud. Ardor que subía por mi esófago y se convertía en humo caliente de cigarro al llegar a mi pecho y penetrarse en mis pulmones, que enrojeció mis montes, sus volcanes y los hizo erupcionar.
Contaminación eléctrica que calcinó mis brazos y los retorció hasta enredarse con hilos de cabello del aire escurridizo hasta cansarse de apretarlos y no poderlos retener. Electricidad que crispaba mi cabello suelto, húmedo también.
Mi garganta, recuerdo cuando simplemente no podía hacer nada mas que jadear porque no sabía si respirar o seguir sosteniendo el aire o soltarlo hasta vaciarse como un saco de arena boca abajo.
Y mi boca... que boca, escurrida hasta sus comisuras de esa lluvia resbalosa como sábila y pegajosa como miel, la misma miel de sus hielos estalácticos.
Mis ojos estaban abiertos aún cuando sus párpados apretaban como prensas.
Esa lluvía no era lluvía, fue mar. Un mar que me azotó como en tormenta oceánica, con sus sales y sus peces, sus especies moribundas y sus algas que me enredaron por los pies y me llevaron hasta el fondo, donde ya no podía respirar, donde solté hasta el más profundo exhalo de mi alma y déjome sin el mas mínimo aliento. Sentí que me moría, pude ver la luz de su horizonte y juraba que era justo donde quería ir y quedarme, aunque lloviera todo el tiempo ¡Que lloviera todo el tiempo! Que arrasara cada tarde y cada noche con mi alma y con mis pieles, con mis dientes, mis cabellos... mis uñas, mis pies... sus pies.
Recuerdo que ese sueño secaba mis dedos de tanto lamerlos buscando preservar su olor marino en las mañanas reposantes de resaca pluvial.
Recuerdo ese sueño como si hubiese pasado en otoño nocturno de ciudades, de ciudades.
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