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Él, un oficinista de actualidad.
Ella, una simple secretaria.
Ella, una simple secretaria.
Trabajar todos los días con la misma gente, los mismos temas, las mismas estructuras, los mismos paisajes, la misma comida... Sería un martirio (un poco mas de lo ya desesperadamente normal), de no ser por la ansiedad que cada mañana alimenta a su imaginación.
Las primera vez no ubicaba el origen de ese sudor frio matutino. Despertaba ansioso, como cuando tienes un sueño del que despiertas de pronto, en pleno transcurso de la historia y al final, sudando, empapado, no recuerdas nada.
Pasó varias veces al grado de no querer dormir pues terminaba mas cansado al día siguiente. Era tan fatigante tener que aguantarse el vértigo de querer unir piezas sin forma y sin color, desear armar un rompecabezas del cual nunca abrió el paquete. Las dos semanas mas delirantes de su vida después de aquella ocasion en la que dejó de fumar.
Un día, o mejor dicho: una mañana, el estrés desapareció. Su cuerpo, ya acostumbrado al despertar continuo precedido del temblor escalofriante, no necesitó el despertador. Abrió los ojos despacio, tranquilo, la luz hizo fruncir el ceño para evitar se colara de más y lastimara su pupila. Un gesto lateral de su boca enfatizó la comisura derecha. Inclinó ligeramente la cabeza hacia la izquierda y talló su rostro con la mano contralateral como si con ello arrancara cual vieja piel el cansancio del día anterior. Después de estirarse varias veces, se levantó y camino al baño para preparar la ducha. Se miró en el espejo con los ojos hinchados todavía y se peinó inútilmente con los dedos mientras que con la otra mano se rasca los huevos.
Así de calmado e inconsciente transcurrió su mañana hasta llegar a la oficina. Manejó su auto rojo al edificio de la redacción sin percibir el tráfico, al oficial cara de perro del cruce en la glorieta o a la fastidiada recepcionista que todos los días idea una nueva técnica de lucir su escote para no perder su lugar de "la bonita chica de la entrada".
Ese día era especial pues era el día de su ascenso de reportero de columna a editor de redacción, pero eso él lo había olvidado entre el cansancio, sus delirios al parecer evaporados y su nueva mañana.
- Sólo te recuerdo que con nuevos papeles, no solo vienen nuevas responsabilidades, también nuevo personal. Ella es Sandra, tu asistente.
Esa figura, esa silueta en el piso que poco a poco fue materializándose conforme levantaba la mirada. Primero unos pies delgados, dejándose ver sus dedos por unos zapatos dignos de cualquier fetichista de lo mas fino, altos, muy altos. Unas piernas desnudas y evidentemente suaves, de unas pantorrilas perfectas, unas rodillas marcadas por pequeñas y desvanecidas manchas de la infancia, unos muslos robustos culminantes en unas caderas redondas y un par de nalgas levantadas y escondidas en conjunto con los muslos delineados por una falda 1/4 arriba de las rodillas, entallada como grulla de pastelero. Su cintura, qué cintura: la agarradera perfecta. Un talle de florero largo y flaco, cuyo follaje floral queda enmarcado en un escote de diosa: "El tamaño perfecto para mis manos. -pensó." Y como inicio de la estructura o como final de su ruta visual, una cabeza soportada por el cuello sublime y ese par de aretes dorados colgantes de ambos lóbulos; acompañada de la cabellera castaña, suelta y brillante.
Entonces, regresó ese temblor alucinante, ese sudor trémulo, esas noches angustiosas, esas mañanas húmedas y las ojeras violáceas, acompañadas de un par de ojos y mirada tibia que ya conocía. La había visto, la había tocado, la había besado, la había amado y por un momento, también la había olvidado.
Pero dicen que hay veces que las almas recuerdan. Dicen.
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... platicádote desde tus sueños.
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